Los soldados que estuvieron en la guerra y nadie reconoció

Eran conscriptos y estuvieron en diferentes ciudades de la Patagonia. Información de inteligencia y documentos desclasificados de Gran Bretaña y de Argentina acreditan que los ingleses intentaron atacar el continente en varias ocasiones durante el conflicto.
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Ninguno de los marinos sobrevivientes del aviso Sobral hablaba el 5 de mayo de 1982 en el puerto de Puerto Deseado (Santa Cruz). Edgardo Alberti se acuerda: no decían nada. El buque argentino había sido bombardeado por dos helicópteros de la Marina Real Británica. Ocho de sus compañeros, incluido el comandante, estaban muertos.

El Sobral había recibido la orden de ir al rescate de dos pilotos que habían tenido que eyectarse de un avión Canberra MK62. A cien millas náuticas del estrecho de San Carlos (Islas Malvinas), estaban al lado de la flota enemiga. A las 0.30 del 3 de mayo, el buque recibió el primer ataque y a la 1.20 el segundo. Los misiles volaron el puente de comando, destruyeron la sala de comunicaciones y las balsas del aviso que navegó a la deriva durante dos días.

Edgardo estaba de guardia en el puerto junto a otros cinco soldados conscriptos. La prefectura les informó que llegaría el Sobral y les pidió colaboración. Él recuerda el puente de mando incendiado con un agujero perfecto: las bombas pueden ser excelentes. Alrededor también se veían los efectos de los misiles, las marcas del fuego y la destrucción.

Los soldados les ofrecieron algo de comida a los sobrevivientes y les dieron las frazadas que tenían para el intento, siempre vano, de pelear contra el frío de la Patagonia. Ellos seguían sin hablar y parecía que el silencio era la forma que habían encontrado de demostrar el respeto, la lealtad y el cariño que sentían por sus compañeros caídos.

Después, los sobrevivientes subieron a los vehículos de la Prefectura Naval mientras Edgardo y los demás soldados cargaron uno a uno los cuerpos y los trasladaron hasta las ambulancias. Fue en ese momento que él pensó, por primera vez, que estaba en la guerra.

Él, marplatense, había empezado la colimba en el Grupo Artillería Antiaérea 601 dos meses antes. Hizo la instrucción y para Semana Santa le dieron franco. Aprovechó para salir con los amigos, cenó en la casa con la mamá y la abuela. El papá había muerto y las hermanas, más grandes, ya habían formado sus familias.

No se sorprendió cuando por teléfono le pidieron que se reincorporara urgente al cuartel. Supo que era la forma de convocarlo a la guerra y no hizo un solo gesto, no le cambio la voz, nada que pudiera preocupar a la familia:
-Quedate tranquila, ma. No va a pasar nada- dijo aunque a los dieciocho era consciente del poderío de los ingleses y de la experiencia que tenían en aquello de la guerra. Edgardo se lo tomó como si estuviera viviendo algo que no era cierto y esa negación, piensa treinta y nueve años después, lo ayudó a vivir el día a día, a pensar solo lo que pasaba en el momento.

En la base aérea militar de Puerto San Julián, Santa Cruz, el ataque inglés siempre era inminente. Javier Girotto -18 años, marplatense, recién egresado del Instituto Peralta Ramos- y Juan Sirvent -18 años, marplatense, recién egresado de la técnica del Puerto- vivían en alerta roja.

Habían entrado al Servicio Militar el 9 de marzo de 1982. Los vacunaron, les cortaron el pelo al ras y comenzaron la instrucción como soldados conscriptos del Grupo de Artillería Antiaéreo (GADA) 602.

malvinas
Javier recuerda el cielo despejado, la puesta del sol en el atardecer del lunes 3 de mayo en la estación de trenes de la avenida Luro. Algunos familiares supieron que se iban a Malvinas y habían ido a despedirlos. Los abrazos no alcanzaban, las lágrimas quedaron atragantadas y eran pocas las palabras mientras las madres, los padres les daban estampitas de la virgen, cruces y amuletos a los que aferrarse.

La primera escala fue en San Antonio Oeste. Ahí estuvieron dos días descargando trenes y cargando camiones con armas y municiones. El viaje siguió a Comodoro Rivadavia y más tarde llegaron a Puerto San Julián.

Delante de la pista y al fondo armaron los dos cañones, uno a cien metros del otro, en el medio iba el radar y el grupo electrógeno que lo mantenía en funcionamiento. El sol ya había bajado, estaba oscuro cuando terminaron; el frío se imponía. Cruzaron a un campo de eucaliptos, dentro de la base, para juntar un poco de leña. A los dos minutos, desde una camioneta con las sirenas a todo volumen y las luces encendidas, un comandante les gritaba que se quedaran quietos, que no dieran un solo paso más y volvieran por el mismo camino que habían entrado: estaban en un campo minado.

Al principio los reconocieron. A Edgardo, a Javier y Juan y a todo el personal de la Fuerza Aérea, la Armada Argentina y el Ejército que defendió al país, durante la Guerra de Malvinas, desde Trelew a Tierra del Fuego. Todo ese territorio estaba dentro del Teatro de Operaciones del Atlántico Sur (TOAS) creado por un decreto del Poder Ejecutivo Nacional el 7 de abril de 1982.

Según la ley 23.109 de octubre de 1984, todos ellos habían participado en el conflicto y eran ex combatientes. Sin embargo, el decreto 509 emitido por el gobierno nacional el 26 de abril de 1988 solo considera veterano de Guerra a "los ex soldados conscriptos" que pelearon en la plataforma continental de las Islas Malvinas, Georgias y Sandwich del Sur y el espacio aéreo correspondiente.

Un rato antes de que volaran a Malvinas desde Comodoro Rivadavia, un comandante le dijo a Edgardo que él se quedaba y lo trasladaron a Puerto Deseado. La base era la estación de trenes que estaba abandonada; no tenía una sola ventana sana. La misión era custodiar antenas telefónicas, depósitos de agua, de armas, o la costa. Lugares que podían ser objetivos de los ingleses en un ataque al continente.

Los superiores repetían una y otra vez que estuvieran atentos. Los comandos podían desembarcar en la costa en cualquier momento. El historiador Marcelo Larraquy en el libro La Guerra Invisible (Penguin Random House, 2020) reveló que había submarinos ingleses como el Onyx que patrullaban la costa argentina todo el tiempo y que en más de una oportunidad la idea del gobierno de Tatcher fue atacar las bases de la Patagonia.

Los vecinos de Puerto Deseado, apenas oscurecía, apagaban hasta la última luz. La noche era cerrada, no se veía nada. Edgardo escuchaba ruidos entre los pastizales, cerca del acantilado y quedaba inmóvil, trataba de distinguir si eran de una persona o de un animal.

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El miedo se mezclaba con la incertidumbre. Los pasaban a buscar en camiones por la estación. Muchas veces viajaban en el acoplado, debajo de una lona y no conocían los caminos. Nunca pasaban más de dos o tres días en el mismo sitio, no sabían qué les tocaría en la guardia siguiente y tampoco si les llegaría la comida. Cada día vestían la misma ropa. No tenían otra. La traspiración se secaba, los pies se congelaban y el fío, tan constante como las olas que pegaban en las piedras, invadía todo el cuerpo.

Las primeras noches durmieron en carpa hasta que una retroexcavadora hizo un pozo de unos tres metros. Javier, Juan y los demás soldados lo taparon con rieles, ramas y bolsas para camuflarlo. En las guardias descubrieron que las gotas de lluvia dolían como agujas y que ningún ser humano sería capaz de acostumbrarse a las nevadas ni a los quince grados bajo cero.

El historiador Marcelo Larraquy escribe que la idea de los ingleses era bombardear las bases, destruir los aviones y matar a los pilotos. Gran Bretaña temía los ataques aéreos como el que había padecido el Shefield el 4 de mayo y creía, además, que ese poderío era lo único que podía poner en riesgo su victoria.

Hacia el final del conflicto, los aviones argentinos habían hundido siete naves inglesas, entre ellas el Invencible, otras cinco tenían daños sin solución y doce averías de distinta consideración. En total, Argentina había dañado a veinticuatro embarcaciones de las cuarenta y dos con las que contaba el reino Unido.

En la base de San Julián había aviones Douglas y Mirage que iban y venían hacia las Malvinas o hacia el mar. Javier y Juan recuerdan que a la noche, en la guardia, se ponían espalda con espalda y trataban de escuchar cualquier ruido que pudiera ser sospechoso.

Todo alrededor era oscuridad, noche cerrada. Quizás por eso, los dos vieron las bengalas, una roja, la otra blanca. Después supieron que las luces provenían de Cabo Curioso, un accidente geográfico en la costa santacruceña. Allí un soldado argentino que custodiaba la costa había divisado una embarcación y había disparado.

Más tarde, con la luz del día, encontraron los gomones en la playa entonces todos empezaron a sospechar que los comandos ya estaban en el continente. El miedo eran esos desembarcos porque a los aviones o helicópteros que venían desde el mar los detectaban los radares.

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El ruido de los balazos perforó la tarde. Edgardo acababa de llegar al puesto que estaba debajo de la antena de telefonía y todos quedaron en silencio. Las detonaciones en la reserva de agua corriente habían sido tres, la misma cantidad de soldados que la custodiaban.

Un sargento pidió que el que estaba armado lo siguiera. Edgardo se puso el casco y agarró el fusil. Caminaban con las armas a la altura de los ojos, listos para disparar ante cualquier movimiento. Llamaban a los soldados de la guardia por los apellidos y nadie contestaba.

Pensaban que un comando estaba en el lugar y había empezado el ataque. El sol acababa de ponerse y el cielo se había oscurecido. Edgardo vio una silueta a diez metros. Un tipo que estaba quieto y, quizás por el susto, no se identificaba. Él tensó las manos en el fusil, le apuntó y, cuando iba a gatillar, lo reconoció: era un compañero.

El muchacho tampoco sabía quién había disparado ni qué estaba pasando. Más tarde, otro de los conscriptos que hacía la guardia contó que había escuchado ruidos entre unos árboles y había abierto fuego.

Javier y Juan no sólo escucharon el alerta rojo sino que vieron al comandante dando órdenes desde arriba de una camioneta. Los pilotos corrieron a los aviones. El ruido del despegue de los Mirage y los Douglas era constante. Volvieron a Tandil y a San Luis, las bases naturales de unos y de otros. En veinte minutos, la pista estaba desierta.

Ellos eran los responsables de los cañones que estaban listos para disparar en automático y repeler el ataque inglés. Apuntaban al sur o al norte, al este, al oeste a medida que el radar detectaba a los aviones enemigos. Juan y Javier tenían que recargarlos, mantenerlos y asegurar el funcionamiento de las máquinas que en un minuto podían disparar mil cien veces. Al final, el ataque no se produjo.

Javier no tenía miedo. Vivía con la incertidumbre de no saber qué pasaría dos minutos después. Juan se preguntaba todo el tiempo si irían a Malvinas o si los iban a atacar. Rogaba que sea lo que fuera que tuviera que pasar, pasara y todo terminara de una vez.

Los soldados que defendieron el continente estuvieron a punto de tener resultados. En 2009, el Congreso estaba listo para tratar un proyecto de ley que los reconocía y un grupo de veteranos reconocidos lo impidió. No permitieron la sesión de la cámara de Diputados.

En la Guerra Invisible se lee que Gran Bretaña contaba con información de inteligencia de Estados Unidos y con el apoyo de Chile. Y que en todo momento intentó atacar al continente o lo atacó:
-Hubo mucha injusticia con nosotros. Quedamos como la nada misma- dice Edgardo que hoy cree que el estado los abandonó. No hubo nadie que les diera las gracias, que les dijera ustedes estuvieron, colaboraron y les entregara, aunque sea, un diploma.


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