Por Ezequiel Casanovas. El telegrama llegó a casa un martes. El último de las vacaciones de invierno de 1996. Firmaba el intendente de Mar del Plata (Elio Aprile de la Unión Cívica Radical). Mi madre no debía presentarse a trabajar el lunes siguiente. La habían despedido. Eran los años de las privatizaciones, del estado en cuarto menguante.
Ella había nacido en Temperley, provincia de Buenos Aires, el 12 de diciembre de 1943. En la adolescencia se mudó con su familia a Mar del Plata. Terminó el colegio secundario, tuvo sus primeros empleos en una inmobiliaria y en una agencia de turismo y estudió Servicio Social.
Cuando yo tenía cuatro, cinco, seis años, ella ya graduada y recién separada de mi padre, salía de casa a la mañana temprano, trabajaba en un instituto de menores, después en una escuela y más tarde en otra. Regresaba cerca de las once de la noche. Yo me quedaba dormido esperándola.
A finales de los ochenta las jornadas seguían siendo largas pero ya no trabajaba hasta tan tarde. El día que llegó el telegrama tenía cincuenta y dos años y llevaba más de diez en la municipalidad. Era la Trabajadora Social de dos jardines de infantes que estaban en barrios alejados. Una de sus tareas era evaluar la situación de las familias para saber quiénes necesitaban más del comedor escolar.
El telegrama fue como el viento cuando se endurece, previo al vendaval. Mi madre lucía aturdida, escéptica y angustiada por más que junto a otros empleados también despedidos enviaban notas, se concentraban en la puerta del municipio y hablaban con funcionarios.
Quienes estudian el tema sostienen que el desempleo genera inestabilidad, depresión, estrés y ansiedad. No sé cuánto de todo eso habrá sufrido. En casa no mostraba la endeblez. Las veces que la veía con el gesto severo o la escuchaba con un tono preocupado, intentaba consolarla. Le decía que aquello le estaba pasando a mucha gente y ella contestaba con un refrán: mal de muchos, consuelo de tontos decía.
El presidente de la inflación cero, Carlos Saúl Menem, había obtenido la reelección en 1995 con el cuarenta y nueve por ciento de los votos por más que eran los años de la desocupación en más del diecisiete por ciento, del cierre de fábricas y pequeñas empresas y de la pauperización de la clase media. Un concepto de claustro que las políticas menemistas volvieron corriente. Era la forma de decir que éramos más pobres y que la pobreza era un proceso: nadie sabía cuándo ni dónde iba a terminar.
Las oficinas de los diarios Clarín y La Capital estaban en el centro de la ciudad y, cada mañana, hombres y mujeres solían llegar hasta allí para consultar en los avisos clasificados si alguien ofrecía empleo. Podía ser una estación de servicio, un supermercado, un restaurante donde los aspirantes formaban filas. A veces alcanzaban las tres cuadras y salían en los noticieros. Recuerdo que algunos contaban que llevaban dos o tres años desocupados.
Mi hermana estudiaba Comunicación Social y yo cursaba el cuarto año del colegio secundario. El sueldo de mi madre era el único en la casa así que no tuvo tiempo. Uno o dos meses después de quedarse sin empleo se convirtió en vendedora ambulante. Contactaba a colegas y amigas que, por lo general, trabajaban en escuelas y coordinaba citas. Después, cargaba el Citroen 3 CV colorado con pulóveres y libros de una editorial de Buenos Aires y recorría los edificios.
Nadie le reclamaba que cumpliera un horario, no había jefes y aun así las jornadas se extendían por horas para que en casa no notáramos las faltas. Había noches (recuerdo más las de verano, la puerta de la cocina abierta: la brisa que aquietaba el calor) que después de la cena, mi madre tomaba una birome, una libreta, se sentaba a la mesa y hacía cuentas. El pelo rubio por los hombros, la cara más bien delgada, los ojos castaños que se concentraban en un ticket, en los números de un impuesto. Eran los años de la recesión y el efecto tequila.
Ella pensaba que ya estaba en una edad donde debía empezar a descansar y le tocaba empezar de nuevo. Años después me contó de los días en los que subía al Citroen, manejaba hasta la costa y lloraba sola frente al mar para que nadie la viera. Aun así, no se detenía: bailaba salsa, tomaba clases de tango, tenía un grupo de meditación.
Corría 1998 cuando volvió al Trabajo Social. Esta vez como monotributista. La contrató un grupo de unos diez geriátricos, un acuerdo que se renovaba, en ocasiones con suspenso, cada seis meses. Recorría los hogares, pasaba tiempo con los abuelos y sus familias y redactaba informes.
Durante la semana le gustaba ir al cine, los domingos encendía el fuego para el asado o cocinaba sorrentinos. Cenaba con las amigas, pasaba tiempo con la pareja y cuando les alcanzaba se iban de viaje. En el verano del 2000 fueron al sur: Bariloche, El Bolson y cruzaron a Chile.
La noche del 24 de enero de 2001 fue al teatro con una amiga. Cenaron y regresó temprano. A la mañana siguiente la esperaban en uno de los geriátricos. Pero no pudo dormir. Pasó la noche descompuesta: sentía náuseas, más tarde vómitos y su corazón latía tanto que agitaba la tela del piyama. Antes de las ocho tuvo un infarto. Tenía cincuenta y siete, le faltaban tres para jubilarse. A veces recuerdo el telegrama, el día que me contó que lloraba sola frente al mar y pienso en aquellos años, en cuánta vida le habrán quitado.