Nadie debería pasar por tanta soledad

Una mirada con guardapolvo blanco frente a una pandemia que lo pone en primera fila.
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La única certeza sobre el Covid es que todavía no terminó. La vacuna o el hecho de que así como apareció, desaparezca aún están en el terreno de los sueños y las esperanzas. La pandemia sigue y nadie, en ningún lugar del mundo, puede decir que está contenida. Ni siquiera controlada.

Una docente de la cátedra de Infectología de la Universidad Nacional de La Plata se la pasaba advirtiendo lo que iba a generar el dengue. Decía, una y otra vez, lo que pasaría cuando la enfermedad ingresara en la Capital y el Gran Buenos Aires.

Había muchos casos en Paraguay y Bolivia y la mujer insistía en que, si nadie hacía nada y el dengue circulaba sin control, la gente se enfermaría, cerrarían los comercios, los médicos se contagiarían y llegaría, inexorable, el colapso del sistema de salud. Para muchos alumnos, se trataba solo de un augurio de la catástrofe al mejor estilo de Nostradamus. Claro, corría el año 2002, 2003 y el dengue todavía no era un problema argentino.

Uno de los alumnos era Sebastián Chilano, que nació en 1976, egresó en 2004 y luego hizo una residencia de cuatro años para recibirse de médico clínico. Hoy trabaja en un sanatorio privado de la ciudad y aquella fue la única vez que escuchó hablar de pandemia en la universidad.

Quizás en enero recordó a la docente. El dengue estaba haciendo estragos. Y seguiría. En 2020, según el ministerio de Salud se confirmaron 54.870 casos. El mayor brote de la historia argentina. Tal vez, la recordó el 30 de enero. Ese día la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaraba a la epidemia de COVID-19 como una emergencia de salud pública de preocupación internacional. Y seguro, la recordó el 11 de marzo cuando la OMS declaró la pandemia.

Sebastián dice que el miedo no había empezado. Es que muchos tenían muy fresco el recuerdo de la pandemia de gripe A en 2009. Ese invierno sirvió de simulacro. La clínica estuvo desierta durante quince días y hubo comercios que tuvieron que cerrar. Sin embargo, hubo pocos casos. Entonces tenía la sensación de que no pasaría nada.

El 15 de marzo se suspendieron las clases, el 19 empezó la cuarentena y Sebastián veía lo que sucedía en Europa en tiempo real. "Llegaban reportes, tomografías de casos de España. No es común que los virus de este tipo den neumonías sistemáticamente. Ves una cada dos años y acá, cada diez contagiados veías dos".

El principio de la pandemia es acostarse y pensar que el sistema va a colapsar. Y dormirse imaginándolo y levantarse igual. Son los autos en los garajes, los negocios cerrados, la temperatura por encima de los 25 grados y todos adentro. Sebastián manejaba hasta la clínica, unas veinte cuadras, y solo cruzaba un patrullero, un colectivo vacío.

El principio de la pandemia es sentir todo el tiempo, todo el cuerpo infectado. Entrar a la casa por la cochera, sacarse la ropa, meterla en una bolsa y por poco prenderla fuego. Ir derecho a la ducha, cambiarse y solo después saludar a su hijo de siete años, a su compañera, bioquímica y, por tanto, también personal esencial. El principio de la pandemia es todo el mundo encerrado menos ellos. Es mirar con disimulo el parte diario de Coronavirus, para que el nene no se alarme, no se preocupe.

El tema es que no había -no hay- información y Sebastián dice que eso se pierde vista. "Todos queremos certezas y no las hay porque el virus es nuevo. Lo que dicen hoy puede ser una pavada comparado con lo que dicen la semana que viene. El mejor ejemplo es lo que pasó con la cloroquina".

En el inicio de la pandemia, Sebastián, que además de médico es escritor -ha publicado las novelas Riña de gallos, Tan lejos que es mentira, Méndez y En tres noches la eternidad, entre otras- no puede escribir y, tal vez lo peor, tampoco puede leer.

Hubo mucha otra gente que manifestaba que no podía concentrarse. Los psicóogos que tanto salían en los medios opinaban que esa era una característica, un lastre del encierro. ¿Será que todo el mundo necesitaba respuestas y, en apariencia, había otras tecnologías que las daban más rápido? ¿Será la obsesión por la cantidad de casos y de muertos? ¿Será que ninguna ficción o ninguna otra historia podía superar las narraciones sobre el colapso europeo? ¿O sobre Estados Unidos y Brasil que iban en el mismo camino y terminaron aún peor si es que algo terminó? .

La clínica había cerrado todo menos una guardia para urgencias y otra para cuadros respiratorios. Y no iba nadie. A los pacientes los veía por video llamada. A muchos los conocía de años y sabía quiénes se preocupaban por demás, si eran hipocondríacos, o quiénes lo llamaban cada quince días para hablar. "Solamente te decían estoy bien. Notabas que se ponían contentos o sentían alivio cuando hablaban por teléfono".

"Después de diez años de ver a un paciente sabes cómo se llaman los hijos, los nietos, qué negocio tienen, si les va bien. Pero era difícil con la gente que no conocía. Los atendía por teléfono pero les decía ´mira te tengo que ver por lo menos una vez, revisar, charlar´".

Ya pasaron cuatro meses del inicio de la pandemia, Mar del Plata está en fase cuatro y a la clínica va cada vez más gente. Sobre todo jóvenes. Para los que integran grupos de riesgo, la cuarentena sigue siendo estricta. Hay días que Sebastián sale del trabajo, pasa por la casa de dos o tres pacientes que se estaban quedando sin el medicamento y les deja la receta.

La ciudad atraviesa el peor momento desde el comienzo del coronavirus. Superó con comodidad los 300 casos activos con tres brotes definidos en el sanatorio Bernardo Houssay, el geriátrico Namasté y la pesquera clandestina de Alejandro Korn al 3000. Sebastián cree que es más lógica ésta situación que la que vivía Mar del Plata hace un mes. "Veníamos muy bien para una población tan grande".

No está pendiente de los datos. "Esa vorágine te mata. Si lo miro, es por dos minutos. No quiero que el nene esté pendiente de lo que está pasando". Y advierte: "Ojo, es como la paz armada. Quizás en tres días te digo algo distinto: no se puede proyectar mucho".

Sabe que si las cosas se relajan demasiado, el país puede terminar como Brasil. "El discurso de los tipos que dicen levanten la cuarentena es criminal. Más en Argentina con el sistema que puede saturarse en cualquier momento. Lo entiendo en los que tienen que salir a trabajar si o si porque necesitan el mango. Pero esos no son los que están todo el tiempo hablando en televisión y pidiéndolo".

Nadie quiere que en el país haya fosas improvisadas para enterrar a los muertos. Nadie quiere el aislamiento de una terapia intensiva ni estar lejos de la familia ni morirse y mucho menos de Covid. Nadie debería pasar por tanta soledad. "Nunca te acostumbrás a que se te muera un paciente. No importa la causa ni la edad. Puede tener 90 o 70 años. Es un cimbronazo", dice Sebastián. "Con todo lo omnipotentes que nos creemos viene este bicho y no tenemos nada para hacer".

A cuatro meses del inicio, la pandemia no sacó lo mejor de nosotros. "Eso ya está demostrado que no es así. Las cosas no cambiaron para mejor. Los estudios dicen que el covid 19 tiene un 1% de letalidad. Es un número alto comparado con otras enfermedades virales. ¿Y si la sociedad termina pensando que es un precio aceptable para volver a la normalidad?", se pregunta ¿Y si es así?.


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